jueves, 7 de octubre de 2010

La ciudad y sus cuerdas eléctricas, alguna vez fueron el tendero de cuerpos semidesnudos que se hallaban al amanecer como gallinazos quemados, la muerte del otro se había vuelto ilusoria, casi perpleja, no había lenguaje que describiera la ausencia, el otro ya había desaparecido y con él sus recuerdos, sólo quedaban comentarios en un periódico de $500 pesos que alimentaba el morbo de los transeúntes cuando se fijaban en los puestos metálicos de revistas de modas, telenovelas y periódicos amarillistas que llevaban la muerte de algún vecino, amigo o desconocido repitiéndose en sus portadas. De otro modo, la muerte es un espectáculo del que muchos se enriquecerían en época de narcotráfico, suicidios y violencia de pandillas, y alguna que otra muerte curiosa, ambigua, ridícula que pose en primera plana como un irónico suceso que le podría pasar a cualquiera de nosotros. Tal vez, hablemos de una muerte desmitificada, sólo hiela la razón cuando se trata de nosotros o un ser que amamos entrañablemente.